La escalada, sin duda, no tiene edad. Esta vez les tocó a los más chiquitos
Cada vivencia es distinta aunque todas tienen cosas en común. Una vez más los chicos de la Escuelita de Escalada del Club fueron a la roca en las sierras de Balcarce. Compartimos la crónica de Carolina, mamá de Manuel Rosso que arrancó este año la escuelita y contagió su fanatismo a toda su familia.
"Nos anotamos en la salida a La Vigilancia motivados por el entusiasmo de nuestro hijo Manuel. Después de un año en la Escuela de Escalada del Club, la idea de ir a “la roca” le parecía toda una aventura. No se equivocó. Apenas llegamos a las afueras de Balcarce nos dimos cuenta de que el esfuerzo de manejar 500 km había valido la pena. El predio donde acampamos era bellísimo, rodeado de sierras, de matas, de árboles. Sin embargo, fue a la mañana siguiente, cuando empezamos a caminar, que el paisaje cobró su real dimensión. Todo empezó con la charla técnica antes de salir. Con las mochilas cargadas escuchamos las palabras de So, Maca y Juani que nos explicaban lo importante que sería seguir al grupo, cuidar a quien caminaba adelante, estar atentos al de atrás; nos tranquilizó saber que sería nuestro ritmo el que marcaría el paso. El grupo de chicos iba desde los cuatro a los quince años; y luego nosotros, algunos con bastante más de cuarenta. Y así arrancamos, ya sintiendo esa mística que hace que para muchos, esta actividad se torne casi adictiva.
Lo que siguió fue hermoso: los chicos caminaban detrás de los profes inventando historias, riéndose, ayudándose. So los guiaba describiendo volcanes, paisajes lejanos. La caminata era exigente: cornisas de piedra, cuevas, trepar y trepar, descansar a la sombra mirando un paisaje imponente. Todos pudimos hacerlo, incluso la más chiquita del grupo ni siquiera pidió que la alzaran. Cualquiera que haya subido una montaña sabe lo que se siente: una mezcla de fragilidad y asombro con cada ascenso; es como si la misma sierra o montaña te permitiera treparla, como si te revelara un secreto. Fue cuando llegamos al lugar de la escalada y vimos la agilidad y la seguridad con la que los profes armaban las vías que nos dimos cuenta de la magnitud de esa piedra, y muchos nos asustamos. Sin embargo bastó ver a los chicos para que nos den ganas a nosotros también de probar. Cómo se ponían el equipo, cómo se deslizaban sobre la pared, hablaban una jerga que algunos desconocíamos –“¡Tensión!”, decía uno desde lo alto-, la manera en la que los profes los alentaban a seguir, o cómo estaban pendientes de bajarlos si alguno prefería no terminar la vía. Quienes nos animamos a probar, bajamos con una adrenalina difícil de explicar.
Pero la aventura seguía: después de almorzar al pie de la pared caminamos hasta la cumbre. Y ahí nos dividimos: algunos bajaron con Juani caminando y otros seguimos hacia una zona para hacer rapel. Jamás pensé que me iba a animar. Pero una vez más, la seguridad de So, esa manera de alentarnos, el profesionalismo de Maca que nos esperaba abajo, hicieron que hasta los más chicos se animaran. Se generó un clima de camaradería importante, y eso que muchos no nos conocíamos. Al día siguiente, salimos otra vez hacia la pared de piedra, esta vez un poco más cerca. Y de nuevo: los grandes dándole seguridad a los chicos que querían subir una y otra vez, probar todas las vías; y nuevamente nosotros intentándolo. Eso fue precioso: que los chicos vieran cómo experimentábamos algo que a ellos, se ve, les gusta tanto.
¿Qué decir? Un agradecimiento enorme a So, Maca y Juani. Para mí fue una experiencia maravillosa, realmente. Algo así como el cierre del año, antes de que los compromisos de fin de año se aceleren -y nos aceleren- de manera estrepitosa. La escalada tiene esto: combina la exigencia del deporte con la contemplación del paisaje. Para los chicos es una escuela, y los profes hicieron mucho hincapié en esto: hay que estar atento, concentrado, elegir dónde apoyar el pie para subir; hay que ser previsor: llevar agua, algo para comer, una linterna; hay que colaborar con el equipo: llevar las zapatillas, el arnés; y sobre todo hay que aprender a confiar en nuestra propia fuerza, la de brazos y piernas, pero también la interior. Y lo más lindo: se trata de un grupo. Nunca se camina solo en la montaña, nunca se deja de ayudar a nadie. Sumado a esto, algo propio de la escalada: la seguridad del que trepa está en el que lo espera abajo y le va dando cuerda a medida que sube. Toda una metáfora de la vida. Va nuestro agradecimiento por esta experiencia inolvidable."
Capitanía de Andinismo
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