4 Refugios de Bariloche: desconectar conectando con la montaña

El 7 de diciembre nos encontramos en Bariloche Pablo Guarna, Diego Perales, Maria Pasman, Sebastián Borzone (Tatu), Santiago Traynor (la Bruja), Francisco López del Carril, Felipe Gorostiaga y yo, Victoria Aballay.

Los días previos algunos estaban más conectados que otros con el viaje. Las consultas con las diferentes inquietudes se iban sumando al grupo de whatsapp: comida, ropa, peso, clima, lugar para dormir, entrenamiento, etc. Algunos no nos conocíamos y la incertidumbre sobre el resultado de esta actividad era grande.

En la base nos esperaba Iván, nuestro guía, quien nos había asesorado sobre lo que nos convenía llevar para enfrentar esta aventura. Cuanto más liviana la mochila, más llevadero iba a ser el camino. Nos repartió crampones y polainas para la nieve. A algunos les dio talle M, a otros nos dio talle S, algunos tenían crampones más flexibles, y a otros nos tocaron los rígidos. Todo según la necesidad de cada uno, que eran diferentes.

El primer día nuestro anfitrión era el Refugio Frey. Arrancamos la subida motivados, ya con cierto calor, el sol de testigo y las mochilas que todavía no pesaban. De a poco empezaron a circular las primeras gomitas, chocolates y las botellas acompañadas del tan recurrente “¿Querés un poco de agua?”.

Bordeamos el lago Gutiérrez que nos acompañó buena parte del recorrido. Cruzamos el arroyo Van Titter y ahí el camino empezó a empinarse.

Fran con sus pasos largos, y Felipe que era el designado para llevar en su mochila los crampones de Pablito, llegaban primeros a las zonas de descanso donde la Bruja aprovechaba para pedirle a Tatu que le sacara fotos con los paisajes que, sin timidez alguna, nos dejaban mudos. Pablito se había tomado el tiempo de corroborar en un mapa cómo iba a ser el camino, así que yo, que había ido casi sin preparación, escuchaba atentamente y dimensionaba mi desafío.

A lo largo de la tarde nos fuimos encontrando con personas que habían subido y bajado en el día el Frey, y nos motivaban al grito de “les falta poco” y nos reímos con el centenar de chicos que estaban de viaje con su colegio y, cuando al pasar, veían a Diego con la remera de CUBA se generaba una charla amistosa entre clubes. Fueron aproximadamente 10 km y unos 700 m de desnivel.

La laguna del Frey, “laguna Toncek”, nos esperó para el primer baño. Congelados pero renovados nos sentamos a mirar el espectáculo natural en el que estábamos, e Ivan comenzó a cortar un salamín ¿Qué más podíamos pedir? Con la gratitud como eje, brindamos cada uno con su cervecita o gaseosa cola – que no podía faltar en el caso de María.

Degustamos el primer plato de lentejas del recorrido y Fran sumó chocolate para compartir. Entre ronquidos, alguno que hablaba dormido, y bolsas de dormir que hacían ruido, pasó la primera noche.

El Jakob fue un recorrido exigente pero divertido. Innovamos en el “culipatín”, que me llevó a terminar abrazada a alguna que otra piedra, pero nada que impidiera que después le agarrara la mano y pudiera disfrutarlo un montón. Las bajadas, en mi caso, me hicieron acordar que debería haber trabajado más los cuádriceps; y las subidas, agradecer al grupo de running por sentirme cada día más cómoda con lo aeróbico. Cada uno tenía una facilidad o dificultad diferente, pero entre todos nos íbamos conociendo y ayudando para disfrutar cada kilómetro del recorrido. Llegamos a los 1900m, vimos el valle de Rucaco y subimos al filo del Cerro Tres Reyes, que era una subida de 500 mts más.

Antes de enfrentar el famoso Laguna Negra, se sumó un guía más: Nehuen. Con la seguridad de dos guías, abracé las dudas que me generaba esta montaña más desafiante y empecé a caminar. “Ya está, lo logramos”, le dije a Pablito cuando arrancamos esa mañana a dar los primeros pasos. Una vez en camino, no quedaba otra opción más que llegar. Lo disfruté desde ese instante. Y como en varias situaciones de la vida, caminar en grupo hizo que todo fuera más llevadero.

Hicimos cumbre en el cerro Navidad y el descenso fue, con la técnica perfeccionada, en culipatín. La llegada al refugio se hizo desear. Tuvimos que caminar mucho tiempo por los famosos “caracoles”, donde las ramas de los árboles atacaban a algunos. Finalmente llegamos. Después de casi 10 horas de caminata, 10 km y 850 m de desnivel, nos encontramos con los témpanos de la laguna.

Camino a nuestro cuarto y último refugio, el López, nos acompañaba esa sensación de logro y a la vez de no querer que se terminara el viaje. La vista de los Andes era imponente.
Las pisadas en la nieve profunda generaron más cansancio, a veces la huella del de adelante no era la mejor porque me quedaba grande y otras, chica. Qué bien se sentía cuando coincidía con otra parecida a la mía. Aprendí que hay piedras que te empujan para arriba y otras que te hacen retroceder, pero que si las aprovechás, sirven para dar nuevos pasos con mayor cuidado: la experiencia la fuimos incorporando al andar.

La desconexión que se vive en la montaña no me permite otra cosa que no sea conectar con el momento, con la sensación de gratitud total por el hecho de tener la capacidad de llegar a lugares a los que no llegaría jamás sin la capacidad de movimiento.

Divisamos el Refugio López y las piernas no respondían a la velocidad de mi ansiedad por llegar. Hubo alguna metida de pata hasta la cintura en esa nieve profunda, un último patinón, y, finalmente después de 8 km y 500 m de desnivel, llegamos. La emoción fue inmensa, mucho más que el cansancio. Nos abrazamos, nos sacamos una última foto con la cámara que no quise dejar fuera de esta experiencia y bajamos a reencontrarnos con otro tipo de realidad, y con la tan esperada ducha. 

 

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